Dos noticas han impactado negativamente la narrativa oficial en la lucha contra la corrupción y la legalidad.
Primero, de acuerdo con el ranking del World Justice Project (WJP), México pasó del lugar 117 al 135, entre 139 países evaluados, entre las naciones más corruptas, superando apenas a Uganda, Camerún, Camboya y el Congo. Esto como parte del índice Global de Estado de Derecho, mismo que en lo general, nos ubica en la posición 113, siendo que el año anterior se ocupó el lugar 104; estando a la par en el Estado de Derecho de países como Nigeria, Madagascar, Angola y Mali, menciona el reporte.
Segundo, la encuesta realizada por el Corporativo Latinobarómetro señaló que el 73% de los mexicanos considera que en nuestro país no existe igualdad ante la Ley.
Estos dos reportes nos dejan claro que, en esta materia, presentamos un franco retroceso; pero más allá de la posición – país de estos informes, deberíamos llevar nuestra atención a las posibles implicaciones que ello tiene para la vida cotidiana de los mexicanos.
Contradictoriamente, son precisamente estos rubros en los que se ha centrado la narrativa del régimen de la 4T: combatir la corrupción y la impunidad. En este sexenio se trata justamente del emblema de la “transformación”, que señala que lo más importante para traer justicia y desarrollo es desterrar la corrupción.
El discurso oficial al respecto podría ser irrelevante, pero en el terreno de los hechos resulta que la corrupción y a fragilidad del Estado de Derecho afecta seriamente la inversión y reduce la competitividad de las ciudades y con ello las expectativas de crecimiento económico.
Recordemos que el Estado de Derecho se concibe como un principio de gobernanza en el que todas las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluido el propio Estado, están sometidas a leyes que se promulgan públicamente, se hacen cumplir por igual y se aplican con independencia, además de ser compatibles con las normas y los principios internacionales de derechos humanos. Asimismo, exige que se adopten medidas para garantizar el respeto de los principios de primacía de la ley, igualdad ante la ley, separación de poderes, participación en la adopción de decisiones, legalidad, no arbitrariedad, y transparencia procesal y legal.
La sociedad no confía en un gobierno en el que predomine la corrupción y en este indicador, México tiene su puntaje más bajo. Específicamente, hubo retrocesos en los indicadores que miden la ausencia de corrupción en el poder legislativo y en el judicial. Este factor toma en cuenta tres formas de corrupción: sobornos, influencias indebidas por intereses públicos o privados, así como la apropiación indebida de fondos públicos u otros recursos.
El Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) ya lo ha tratado con anterioridad y declara que las prácticas de corrupción probablemente aumentan el gasto público y distorsionan las prioridades presupuestales del gobierno. Las decisiones de inversión no están basadas en lograr el mayor beneficio social o incrementar la rentabilidad de las inversiones, sino en elevar la posibilidad de extracción de rentas.
Las Ciudades son las más afectadas por la corrupción. Según datos analizados de Mexicanos Contra la Corrupción, la entidad federativa con mayor percepción de corrupción es la Ciudad de México, donde 95.1% de sus habitantes consideran que las prácticas de corrupción son muy frecuentes o frecuentes, mientras que el estado que menor nivel de percepción presenta es Querétaro, con 73.3%.
Al afectar la inversión, la confianza en las autoridades y el debido proceso en los asuntos jurídicos, quien pierde es la ciudadanía. Menos inversión es igual a menor empleo, crecimiento económico y recaudación; lo que implica peores servicios públicos. La corrupción luego entonces es un riesgo al ejercicio de derechos, entre ellos, al Derecho a la Ciudad. La corrupción no es un delito sin víctimas, al contrario, los afectados somos todos.